En la cuna de nuestra civilización, antes de que la moral judío-cristiana hundiera en olvido los verdaderos valores de ambición y lucha, cuando existía el anfiteatro donde la sangre mandaba y no la televisión donde lo hace el sirope, es donde se forja la más noble y hermosa tradición de la península ibérica, la Iberia romana. Esa tradición tiene un nombre, el toreo, y tres protagonistas, el torero, el toro de lidia, y el respetable.
E torero, valiente, viril, se muestra inamovible ante la fuerza y potencia de su contrincante. Sus pasos cortos, pocos, decididos, son las muestras de su destreza y su valor. El capote, su arma, es la bandera de la hombría española. Pero el torero también hace trampa, pues no solo engaña a su adversario con el capote, si no que aliados, también humanos, luchan a su vez por debilitar al coloso al que se enfrentan. La adrenalina y el sudor mojan la arena, preparando a esta para recibir la ansiada sangre.
El toro, de lidia, máximo exponente de la nobleza, la fuerza, la potencia, y la belleza hecha animal. Su forma, la de un gigante, enorgullece el corazón del español más renegado. Su instinto y su raza le empujan, una vez en el ruedo, a combatir y como animal valiente y feroz aborrece la compasión. Sus cuernos, su arma, se enfocan al torero, pero este le despista con su capote. El toro, sin embargo, continúa en su empeño de ganar el duelo. Sus movimientos son puros y potentes, su victoria reside en su destreza. La suya y la del torero, destrezas que chochan y se unen al mismo tiempo para formar el arte del toreo.
Por último, el público, el respetable, el juez, Dios. Pues en la plaza solo hay un Dios, la opinión del público y este Dios está casado con la fortuna, que juntos juzgan la lucha y designan vencedor. Cierto es que no es un público imparcial, pues el público es humano, y el torero tiene siempre todas las de ganar. ¿Acaso no lo merecemos? Yo creo que sí.
El día 21 de Agosto del año 2008, ayer, el matador José Tomás luchó, de nuevo, a muerte. Esta vez con Idílico , toro de la ganadería Núñez de Cuvillo. Traje de luces verde, dorado y blanco con corbata roja, en contra de un color crema dulce y cobrizo. El torero, hábil y atento, con su cuerpo enjuto trataba de dominar a su adversario. El toro, cuatreño de 550 Kilogramos y el 120 en su herraje, sin demostrar malicia jugó con su matador a este juego mortal.
La faena fue bella, y el juez sentenció. Esta vez la victoria era compartida, o acaso del coloso, pues incluso el diestro José Tomás se postró ante el arte de Idílico y pidió que su muerte sea en la extensa dehesa y lo mismo opinaba el consejo de sabios en las gradas reunido. El Cesar, con ansia de sangre, en principio rehusó, pero ante la justicia de un combate ganado el destino es implacable y su palabra es ley.
Felicidades Idílico, felicidades José Tomás, felicidades Toreo.
Un saludo, España.