20081222

...le dolía mucho españa.

Escuchaba yo aquellas razones desde mi asiento en la puerta, maravillado e inquieto, intuyendo que tras las palabras malhumoradas de don Francisco habían motivos oscuros que no alcanzaba a comprender, pero que iban más allá de una simple rabieta de su agrio carácter. No entendía aún, por mis pocos años, que es posible hablar con extrema dureza de lo que se ama, precisamente porque se ama, y con la autoridad moral que nos confiere ese amor. A don Francisco de Quevedo, eso pude entenderlo más tarde, le dolía mucho España. Una España todavía temible en el exterior, pero que a pesar de la pompa y el artificio, de nuestro joven y simpático rey, de nuestro orgullo nacional y nuestros heroicos hechos de armas, se había echado a dormir confiada en el oro y la plata se perdían en manos de la aristocracia, el funcionariado y el clero, perezosos, maleados e improductivos, y se derrochaban en vanas empresas como mantener la costosa guerra reanudada en Flandes, donde poner una pica, o sea, un nuevo piquero o soldado, costaba un ojo de la cara.
Hasta los holandeses, a quienes combatíamos, nos vendían sus productos manufacturados y tenían arreglos comerciales en el mismísimo Cádiz para hacerse con los metales preciosos que nuestros barcos, tras esquivar a sus piratas, traían desde Poniente. Aragoneses y catalanes se escuchaban en sus fueros, Portugal seguía sujeto con alfileres, el comercio estaba en manos de extranjeros, las finanzas eran de los banqueros genoveses, y nadie trabajaba salvo los pobres campesinos, esquilmados por los recaudadores de la aristocracia y el rey. Y en mitad de aquella corrupción y aquella locura, a contrapelo del curso de la Historia, como un hermoso animal terrible en apariencia, capaz de asestar fieros zarpazos pero roído el corazón por un tumor maligno, esa desgraciada España estaba agusanada por dentro, condenada a una decadencia inexorable cuya visión no escapaba a la clarividencia de aquel hombre excepcional que era don Francisco de Quevedo. Pero yo, en aquel entonces, sólo era capaz de advertir la osadía de sus palabras; y echaba ojeadas inquietas a la calle, esperando ver aparecer de un momento a toro a los corchetes del corregidor con una nueva orden de prisión para castigar su orgullosa imprudencia.
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El Capitán Alatriste.
Arturo y Carlota Pérez-Reverte.
Alfaguara.
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No os resultan extrañamente familiares estas palabras, estos sentimientos? Quizá por que en el fondo todos somos ese joven que reflexiona sobre el viejo Quevedo, y este es en realidad los pocos que nos atrevemos (o se atreven) a protestar. ¿Por qué? Porque, como dice Reverte, "nos duele España".